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Significado del Ave María y su origen

Ave María

El origen del Ave María se remonta a nuestra Sagrada Biblia, y tiene su base en «Alégrate, llena eres de gracia, el Señor es contigo» (Lucas 1:28) y «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lucas 1:42). Además es la oración principal del Ángelus y del rosario.

La Iglesia en el siglo XIII, siendo papa Urbano IV, añadió la palabra María al principio para indicar a quien se dirigía el saludo llena de gracia, y la palabra Jesús al final para especificar el significado de la frase el fruto de tu vientre.

La segunda parte es una petición tradicional de la piedad católica, en la que el orante requiere la intercesión de María como madre de Dios «Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén». No está claro cuando y quien la redactó, aunque se le atribuye a San Pedro Canisio, Doctor de la Iglesia, sin embargo, también se ha dicho que la primera vez que apareció impresa fue en 1495 en la obra Esposizione sopra l’Ave Maria de Girolamo Savonarola.

Ave María

Dios te salve, María,
llena eres de gracia,
el señor es contigo.

Bendita eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Santa María, madre de Dios,
ruega por nosotros los pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte.

Amén

Explicación

“Dios te salve, María (Alégrate, María)”. La salutación del ángel Gabriel abre la oración del Avemaría. Es Dios mismo quien por mediación de su ángel, saluda a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava (cf Lc 1, 48) y a alegrarnos con el gozo que Dios encuentra en ella (cf So 3, 17)



“Llena de gracia, el Señor es contigo”: Las dos palabras del saludo del ángel se aclaran mutuamente. María es la llena de gracia porque el Señor está con ella. La gracia de la que está colmada es la presencia de Aquel que es la fuente de toda gracia. “Alégrate […] Hija de Jerusalén […] el Señor está en medio de ti” (So 3, 14, 17a). María, en quien va a habitar el Señor, es en persona la hija de Sión, el Arca de la Alianza, el lugar donde reside la Gloria del Señor: ella es “la morada de Dios entre los hombres” (Ap 21, 3). “Llena de gracia”, se ha dado toda al que viene a habitar en ella y al que entregará al mundo.

“Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. Después del saludo del ángel, hacemos nuestro el de Isabel. “Llena […] del Espíritu Santo” (Lc 1, 41), Isabel es la primera en la larga serie de las generaciones que llaman bienaventurada a María (cf. Lc 1, 48): “Bienaventurada la que ha creído… ” (Lc 1, 45): María es “bendita [… ]entre todas las mujeres” porque ha creído en el cumplimiento de la palabra del Señor. Abraham, por su fe, se convirtió en bendición para todas las “naciones de la tierra” (Gn 12, 3). Por su fe, María vino a ser la madre de los creyentes, gracias a la cual todas las naciones de la tierra reciben a Aquél que es la bendición misma de Dios: Jesús, el fruto bendito de su vientre.

“Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros… ” Con Isabel, nos maravillamos y decimos: “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc 1, 43). Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra; podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora por nosotros como oró por sí misma: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios: “Hágase tu voluntad”.

“Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Pidiendo a María que ruegue por nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la “Madre de la Misericordia”, a la Toda Santa. Nos ponemos en sus manos “ahora”, en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde ahora, “la hora de nuestra muerte”. Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo, y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra (cf Jn 19, 27) para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso.

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Fuentes:

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