Santas Perpetua y Felicidad, madres y mártires

Santas Perpetua y Felicidad
Santas Perpetua y Felicidad

Santas Perpetua y Felicidad fueron dos mártires cristianas que vivieron durante la temprana persecución de la Iglesia en África. Son patronas de las madres, las mujeres embarazadas, los mártires, los ganaderos y los carniceros e invocadas contra la esterilidad y la muerte infantil. Nuestra Iglesia celebra su fiesta cada 7 de marzo.

Los primeros registros de martirio en el norte de África tuvieron lugar en el año 180 cuando doce cristianos fueron juzgados y ejecutados por su fe. Después de esos primeros mártires, la fe cristiana en el norte de África se fortaleció y los nuevos conversos se convirtieron en algo común. En un intento por frenar el crecimiento del cristianismo, el emperador romano Septimio Severo emitió un decreto que prohibía a los súbditos del Imperio Romano convertirse. Si lo hacían, se les daba la oportunidad de renunciar a su fe y honrar a los dioses romanos. Si se negaban, los ejecutaban. En el año 203, cinco catecúmenos que se preparaban para el bautismo fueron arrestados en la ciudad romana de Cartago (actual Túnez). Entre esos catecúmenos se encontraban las dos mártires cuya historia relatamos hoy.

Dado que los detalles sobre las vidas de muchos de los primeros mártires no están claros y a menudo se basan en leyendas, debemos dar gracias a Dios de tener el registro real del coraje de Perpetua y Felicidad de la mano de la propia Perpetua, el diácono Sáturo y otros que las conocieron. Este relato, conocido como «La Pasión de Santa Perpetua, Santa Felicidad y sus Compañeros», fue muy popular en los primeros siglos y se leía durante las liturgias.

En el año 203, Vibia Perpetua, una noble educada, tomó la decisión de seguir el camino de su madre y convertirse al cristianismo, aunque sabía que podía significar su muerte durante las persecuciones ordenadas por el emperador Severo. Su hermano sobreviviente (otro hermano había muerto cuando él tenía siete años) siguió su liderazgo y también se convirtió en catecúmeno, lo que significa que recibiría instrucción de un catequista en la fe cristiana católica y estaría preparado para el bautismo.

Su padre pagano estaba frenético de preocupación y trató de disuadirla de su decisión. A los 22 años, esta mujer educada y alegre tenía todos los motivos para querer vivir, incluido un bebé al que todavía estaba amamantando. Sabemos que estaba casada, pero como nunca se menciona a su marido, muchos historiadores suponen que ya era viuda.

La respuesta de Perpetua fue simple y clara. Señalando una jarra de agua, le preguntó a su padre: «¿Ves esa vasija tirada ahí? ¿Puedes llamarla por otro nombre además del que es?».

Su padre respondió: «Por supuesto que no». Perpetua entonces dijo: «Tampoco puedo llamarme por ningún otro nombre que el que soy: cristiana».

Esta respuesta molestó a su padre y la atacó. Perpetua confesó que después de ese incidente se alegró de estar separada de él por unos días, a pesar de que esa separación fue el resultado de su arresto y encarcelamiento.

Perpetua fue arrestada con otros cuatro catecúmenos, incluidos dos esclavos: Saturnino, Secundulo, Felicidad y Revocato. Su instructor en la fe, Sáturo, decidió compartir su castigo y también fue encarcelado.

Perpetua fue bautizada antes de ser llevada a prisión. Era conocida por su don de «la palabra del Señor» y por recibir mensajes de Dios. Ella contó que en el momento de su bautismo se le dijo que no orara por otra cosa que por resistencia ante sus pruebas.


La prisión estaba tan abarrotada de gente que el calor era sofocante. No había luz por ninguna parte y Perpetua nunca había conocido tanta oscuridad.

Los soldados que los arrestaron y custodiaron, los empujaban y zamarreaban sin preocupación alguna. Perpetua no tuvo problemas en admitir que tenía mucho miedo, pero durante todo este horror, su dolor más insoportable procedía de estar separada de su bebé.

La joven esclava, Felicidad, estaba aún peor, porque ella sufrió el calor sofocante, el hacinamiento y el trato rudo mientras estaba embarazada de ocho meses.

Dos diáconos que atendían a los prisioneros pagaron a los guardias para que colocaran a los mártires en una mejor parte de la prisión. Allí, su madre y su hermano pudieron visitar a Perpetua y traerle su bebé.

Cuando recibió permiso para que su bebé se quedara con ella, recordó: «Mi prisión de repente se convirtió en un palacio para mí». Una vez más su padre se acercó a ella, le rogó que cediera, le besó las manos y se arrojó a sus pies. Ella le dijo: «No descansamos en nuestro propio poder, sino en el poder de Dios».

Cuando ella y los demás fueron llevados para ser interrogados y sentenciados, su padre los siguió, suplicando a ella y al juez. El juez, por compasión, también intentó que Perpetua cambiara de opinión, pero cuando ella se mantuvo firme, fue sentenciada junto con los demás a ser arrojada a las fieras en la arena.

Perpetua relató cómo su hermano le habló: «Hermana, ahora eres muy honrada, tan honrada que bien podrías orar para que una visión te muestre si te espera sufrimiento o liberación». Perpetua, que hablaba a menudo con el Señor, le dijo a su hermano que le contaría lo sucedido al día siguiente.

Mientras oraba, a Perpetua se le mostró una escalera dorada de la mayor longitud, alcanzando hasta el cielo. En los costados de la escalera había espadas, lanzas, ganchos y dagas, de modo que si alguien no subía mirando hacia el Cielo, serían gravemente heridos. En el fondo de la escalera yacía un gran dragón tratando de asustar a aquellos que se aventuraban hacia el Cielo.

Perpetua vio por primera vez subir a Sáturo. Después de llegar a lo alto de la escalera dijo: «Perpetua, te espero, pero ten cuidado de que el dragón no te muerda». A lo que ella respondió: «En el nombre de Jesucristo, él no me hará daño», y el dragón bajó la cabeza.

Perpetua subió la escalera y vio un hermoso y vasto jardín con un hombre alto de cabello blanco vestido como un pastor y ordeñando ovejas. «Bienvenida, hija mía», dijo a Perpetua, dándole un poco de cuajada de leche. Ella comió y todos los presentes dijeron: «Amén».

Perpetua despertó de su sueño con un sabor dulce todavía en la boca. Inmediatamente le contó a su hermano lo sucedido y juntos comprendieron que debían sufrir.

Mientras tanto, Felicidad también estaba atormentada. Era ilegal ejecutar a mujeres embarazadas. Incluso para ellos, matar a un niño en el vientre era derramar sangre inocente y sagrada. Felicidad temía no dar a luz antes del día fijado para su martirio y que sus compañeros emprendieran el viaje sin ella. Sus amigos tampoco querían dejar atrás a una buena amiga.

Dos días antes de la ejecución, Felicidad entró en doloroso trabajo de parto. Los guardias se burlaron de ella, insultándola y diciéndole: «Si crees que sufres ahora, ¿cómo soportarás cuando te enfrentes a las fieras?» Felicidad respondió con calma: «Ahora soy yo la que está sufriendo, pero en la arena, otro estará conmigo sufriendo por mí porque yo estaré sufriendo por Él».


Dio a luz a una niña sana que fue adoptada y criada por una de las mujeres cristianas de Cartago.

Los funcionarios de la prisión comenzaron a reconocer el poder de los cristianos y la fuerza y liderazgo de Perpetua. En algunos casos, esto ayudó a los cristianos: el carcelero les permitió recibir visitas, y más tarde se convirtió en creyente. Pero en otros casos, causó un terror supersticioso, como cuando un oficial se negó a dejar que se asearan el día en que iban a morir por temor a que intentaran algún tipo de hechizo.

Perpetua inmediatamente habló: «Se supone que debemos morir en honor al cumpleaños del César. ¿No se vería mejor para ti si nos vieras mejor?». El oficial se sonrojó de vergüenza ante su reproche y empezó a tratarlos mejor.

El día antes de los juegos se hizo una fiesta para que la multitud pudiera ver a los mártires y burlarse de ellos. Pero Perpetua y sus compañeros cambiaron todo esto apuntando a la multitud por no ser cristianos y exhortándolos a seguir su ejemplo.

Los cuatro nuevos cristianos y su maestro acudieron a la arena (el quinto, Secundulo, había muerto en prisión) con alegría y tranquilidad. Perpetua, con su habitual buen humor, se encontró con los ojos de todos los que se encontraban en el camino. Se cuenta que caminó con pasos resplandecientes como verdadera esposa de Cristo, la amada de Dios.

Cuando los que estaban en el anfiteatro intentaron obligar a Perpetua y al resto a vestirse con túnicas dedicadas a sus dioses, Perpetua desafió a sus verdugos: «Vinimos a morir por nuestra propia voluntad para no perder nuestra libertad de adorar a nuestro Dios. Les entregamos nuestras vidas para no tener que adorar a sus dioses». A ella y a los demás se les permitió mantener su ropa.

Los hombres fueron atacados por osos, leopardos y jabalíes. Las dos mujeres fueron despojadas de sus prendas y enfrentadas a una novilla rabiosa. Todos fueron arrojados y atacados, pero la multitud clamó que ya habían tenido suficiente. Perpetua y Felicidad fueron retiradas y les devolvieron sus vestidos, pero estas santas mujeres fueron arrojadas nuevamente al ruedo para enfrentarse a los gladiadores.

Perpetua gritó a su hermano y a otros cristianos: «Permaneced firmes en la fe y amaos unos a otros. No dejéis que nuestros sufrimientos os sean de tropiezo».

Perpetua y Felicidad estuvieron juntas y fueron asesinadas a espada, allí, en Cartago, en la provincia romana de África. Ambas eran madres jóvenes en el momento de su martirio. Amaban a sus bebés recién nacidos con tierno amor. Pero también amaban a su Dios, a quien las dos habían conocido recientemente. Se vieron obligadas a elegir. O rechazaban a Cristo y se quedaban allí para criar a sus bebés o seguían siendo cristianas, teniendo que dejar a sus bebés en el mundo. Con fe y coraje heróicos, se mantuvieron fieles a ambos. Permanecieron fieles a Cristo, muriendo como mártires y cumplieron su mayor deber maternal al dar heroicos testimonios de fe a sus hijos.

De sus vidas podemos aprender que el mayor regalo que podemos transmitir a los demás es el testimonio de nuestra fe en Cristo, porque la vida es vacía a menos que Cristo sea amado y profesado, y la muerte pierde su aguijón cuando nuestras vidas son de Cristo.